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José Morea
José Morea nació en Chiva (València) en 1951. Sus primeras exposiciones individuales datan de mediados de la década de los 70. Completó sus estudios con las becas del Ministerio de Cultura para Artistas Jóvenes (1980), de la Casa de Velázquez del Ayuntamiento de València (1981) y del Ministerio de Cultura para la formación de profesionales en Artes e Industrias culturales (1984). Sus obras han sido expuestas en centros museísticos y galerías de todo el mundo, especialmente en España, Portugal, Italia y América Latina (Chile, Uruguay, Argentina, Brasil).
Las obras de José Morea forman parte de los fondos de las pinacotecas más importantes de la Comunitat Valenciana (Museo de Bellas Artes de València; IVAM; Museo de Villafamés; Fundación Bancaja; Fundación Martínez Guerricabeitia), de España (Museo Nacional – Centro de Arte Reina Sofía; Museo Español de Arte Contemporáneo; MACBA) y del extranjero (Museo de Arte Contemporáneo de Recife; Museo de Arte Contemporáneo de Bagheria; Museo Salvador Allende).

 

El fenómeno Morea
Pablo Ramírez
De entre los pintores valencianos que comenzaron a salir del anonimato al filo de la nueva década, es Morea quien incuestionablemente ha conseguido franquear más veces los herméticos límites del ámbito local. Al indomable e incansable furor del pintor por exhibir su obra —excesivo para muchos—, hay que unir, en justicia, el ojo clínico y la ponderación —excesiva también para muchos— de un galerista que, en esta ocasión y sin servir de precedente, ha vuelto a convertirse en marchand. Y es que a nadie medianamente atento puede escapársele hoy, que el fenómeno Morea, puede serlo gracias a la resurrección de una fórmula tan antigua como el propio arte moderno, la fórmula artista-marchand. No es el momento ahora de analizar las razones que explicarían el generalizado olvido en que ha caído dicha fórmula en la actualidad, aunque no me resisto a apuntar que la joven pintura valenciana empieza a resentirse de ese olvido.
De este modo, al tener resuelto el último término de promoción que indefectiblemente comporta la ecuación de la profesionalidad artística, Morea es un pintor privilegiado. Pero cabe preguntarse, ¿qué es lo que le ha hecho convincente a los ojos de un marchand?, o dicho de otro modo, ¿qué es lo que lo hace distinto a los demás? A mi juicio hay dos aspectos que, en un sentido global, caracterizan a Morea y que ajustan con precisión su auténtica dimensión estética. En primer lugar, su potente opción narrativa. Morea decidió contar cosas en el cuadro, en una época en la que el cuadro y los pintores, empecinados en aquello del grado cero de la pintura, contaban bien poco.

 

Desde el principio Morea eligió el camino de la autobiografía, siendo el universo doméstico, con sus rincones y objetos prosaicos, lo que primero entró en sus cuadros. El paso siguiente consistió en la construcción de personajes y situaciones cotidianos mediante sus objetos primerizos. Y sólo recientemente, hace un año más o menos, Morea se sirvió de la anatomía para dar cuerpo a sus personajes. Hoy Morea sigue contando en sus cuadros, con extrovertida sinceridad, las cosas que le ocurren y si sus cuadros de ahora resultan radicalmente distintos a los primeros que pintó, e incluso a los del año pasado, es porque el pintor también  ha cambiado.
Ha habido  entre otras cosas, una estancia de dos años en Madrid, en la Casa de Velázquez, que le ha servido de maduración y de acopio de nuevos datos. Ha sido en Madrid, por ejemplo, donde ha abandonado el simbolismo doméstico para zambullirse con trivialidad en el simbolismo de la iconografía egipcia, que le ha prestado un nuevo repertorio de figuras capaces de servir de soporte a sus vivencias personales.

 

El otro aspecto al que antes me refería viene dado por su desfachatez técnica. Morea decidió aprender atreviéndose, en una época en que pintores y críticos helaban al personal encandilados por las místicas neoacadémicas del formato, la veladura y el soporte. Morea optó por inventarse a vuela pincel todo aquello que ignoraba. Tal vez tuvo la suerte de ser autodidacta y estar inmunizado por defecto contra doctrinas y recetas, pero el caso es que supo hacérselo.
Primero fue la grisalla, luego el color plano y pastel y durante el primer año madrileño comenzó a introducir en el cuadro citas cultas que procedían de la tradición pictórica de este siglo. Durante el segundo año en la capital se atrevió con el óleo y reflexionó sobre los soportes. En el presente, la pintura de Morea se nos muestra —como diría un crítico amigo— más exultante que nunca, con tanto recurso aprendido sobre la marcha y resuelto con desparpajo e inmediatez.
Morea, digámoslo de una vez, ha sabido anticiparse a los tiempos. Hoy que italianos, alemanes y austríacos nos han enseñado a no sonrojarnos ante la narratividad en la pintura y ante el aprender atreviéndose, la dimensión de Morea puede valorarse con mayor equidad. ¿Clarividencia? ¿Oportunismo? Yo pienso que ni lo uno ni lo otro, sino pintura de urgencia que sirve para dar constancia exhibicionista de lo vivido.
Soy consciente, por último, que hay cuestiones que resolver, algunas rebabas que pulir, como la hiperproductividad  irreflexiva, el furor indiscriminado por exhibir o la tramposilla reivindicación de la trivialidad. Sin embargo, hoy el fenómeno Morea lo engloba todo por el mismo precio, y yo no sé hasta qué punto es eso lo que ha permitido que un galerista vuelva a ser marchand y lo que en definitiva, hace a Morea distinto.